martes, 9 de agosto de 2011

El afilador

 
A veces, y hasta con frecuencia, las mañanas por las que nos introducimos en la jornada habitual, quizás medio adormilados aún, nos brindan imágenes, situaciones y sonidos en los que no reparamos porque, desde el principio de la actividad cotidiana, vamos a lo nuestro, enmarcando nuestros pasos en el zafio y estrecho horizonte que delimitan las orejeras de nuestras metas inmediatas. Y se nos pasa por alto que un guindilla ha parado el tráfico para permitir a una ancianita cruzar la calle sin peligro o que una pareja se despide, cada cual hacia su curro, con un beso apasionado en la frontera de un hermoso zaguán o que una adolescente con mochila a la espalda abre los brazos y mira a lo alto, en el escenario urbano de una plaza pública, para aspirar las esencias de la única primavera contaminada que ha conocido, pero primavera anticipada al fin. Se nos escapa que, de pronto, hemos recuperado en una esquina el auténtico olor a café, surgido de un humilde barito donde sirven desayunos económicos a los empleados del barrio, o no sabemos calibrar la importancia de que ese cartero nuevo, inmigrante reciente, a quien tanto le ha costado asimilar callejeros y direcciones del distrito, nos reconozca y nos sonría.
Ayer, al salir de casa, justo cuando recogía en el quiosco los periódicos de cada día sonó una breve secuencia melódica del pasado. Unas notas que uno creía no volvería a escuchar jamás, salvo reproducidas en la ficción del cine o de las series televisivas que rememoran la España de otras épocas. Sonó, clara, diáfana, alegre y nostálgica, la flauta del afilador. Recorrió la sencilla melodía, primero ascendente, luego descendente, en unos segundos, todas las memorias de los más puretas del lugar y la limpidez de su tonalidad era tal que se alzó sobre los ruidos del tráfico rodado y venció con claridad diáfana los estruendos de las máquinas perforadoras y otros artefactos horrísonos tan propios de las obras públicas y municipales. Quise buscar al afilador, sin duda cercano, porque encontrarlo era tanto como hallar una huella del pasado, un rescoldo antropológico, un eslabón perdido entre la sociedad ahorrativa de la reparación y el reparcheo y la despilfarradora del usar y tirar. El afilador estaba ahí, se me apareció en un recodo, a horcajadas sobre su maquinaria de trabajo, y parecía el de siempre, sólo que en vez de boina o sombrero, como antes, llevaba un casco. Acorde, claro, con su montura que había dejado de ser la tradicional bicicleta, para transformarse en una moto. Pero, el sistema era el mismo de antes. La rueda, girando, hace que el filo del cuchillo, de la navaja, del hacha, chisporrotee al contacto con la piedra humedecida. El afilador sólo tuvo que hacer sonar su melodioso instrumento tres o cuatro veces. Tras el llamado, varias vecinas y algunos empleados de baretos y mesones del entorno se apiñaban a su alrededor tendiéndole sus cortantes utensilios para que los reparase y los dejase prestos para cortar en dos un cabello de virgen lanzado al aire. Me pregunté si por necesidad –es decir, si realmente era preciso afilar tales herramientas- o por curiosidad y nostálgico disfrute. Posiblemente, la gente añore ciertas artes perdidas y eche en falta la presencia de gremios, como el de los afiladores, que se presentaban en nuestras existencias rutinarias sin avisar, alertando nuestros sentidos inopinadamente con sus avisos musicales… Bueno. Y, ahora, lo estupendo sería buscarle a todo este rollo una metáfora política o una moraleja sociológica, pero, si eso resulta imprescindible, prefiero que sea el lector quien se encargue de la peliaguda tarea. Y, si tampoco está por la labor, pues no pasa nada, oigan. Contada queda la cosa y santas pascuas.
 
JOSE H. CHELA

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