sábado, 18 de junio de 2011

Los perreros

¡Qué profesión más perra la de los pobres perreros!


Posiblemente eran los hombres más odiados y maldecidos en la década de los cincuenta del pasado siglo entre la gente humilde de los barrios periféricos de Las Palmas de Gran Canaria, como San José, San Juan, San Nicolás, Los Arenales, Guanarteme, La Isleta, etc.
La presencia de estos empleados del ayuntamiento despertaba los improperios y las iras más encendidas entre los habitantes de estos sectores.
Hay que decir que por aquellos años no había una familia que no tuviera, por los menos, un perrito. Los de “raza”, como los foxterrier, caniches, pequinés, etc., eran muy pocos; casi todos pertenecían a la amplia gama de los “chuchos” o popularmente llamados “mil leches”.
Pues, éstos eran los que llenaban nuestras calles.
Se les podía ver deambulando por cualquier rincón y a cualquier hora. Los atropellos de estos animalitos, las peleas, las mordeduras…, estaban a la orden del día. Era frecuente el espectáculo de una perra en celos y una cohorte de machos detrás, esperando una oportunidad.

Ello presagiaba con toda certeza el espectáculo de una pareja “trabada”. Tal hecho despertaba la curiosidad de casi todo el mundo, a excepción de las puritanas y beatas, que se tapaban los ojos “para no ver” y ponían el grito en el cielo. Hasta los pequeños se quedaban sorprendidos. Los más gamberros la emprendían a golpes con los infelices chuchos y les propinaban sendas patadas, ante la impotencia de los pobres animales de poder huir, puesto que la naturaleza
no les permitía una separación rápida.

Los niños más ingenuos les preguntaban a sus madres:
–Mamá, ¿qué les pasa a esos perros?

La pobre señora tenía que tragar saliva hasta más no poder y se hacía la sorda. Pero ante la insistencia del pequeño se veía obligada a responder:
–Pos... ¡yo qué sé, hijo! Creo que nacieron así, pegaos.

–No, no; eso no es verdá, que el “canelo” es el perro de Carmelita. Yo lo conozco bien.

–¡Ay, hijo, a mí no me preguntes! Me pasa igual que a ti. No lo entiendo.

Y el chiquillo se quedaba embobado, contemplando el espectáculo, intentando encontrarle una explicación.

Su madre tenía que cogerlo por un brazo y tirar de él, diciéndole:
–¡Venga, deja de mirar y vámonos, que se nos hace tarde!
¡Parece que nunca has visto perros!

Y la criatura, arrastrada por su madre, se veía obligada a seguir calle adelante, pero con la mirada puesta atrás, a ver si podía aclarar el enigma.

Las autoridades municipales eran conscientes de la desorbitada población canina y sobre todo de la impronta que iba dejando por todas las calles: aceras, esquinas, farolas, árboles, paredes... ¡Aquello daba asco y vergüenza! Con el propósito de poner remedio a tanto desmadre, el alcalde de la ciudad publicó varias ordenanzas, invitando a los vecinos a tener controles responsables de sus perros, advirtiéndoles que si no hacían caso, sus animales corrían el riesgo de ser aprehendidos y sacrificados.

Los primeros bandos ocasionaron un gran revuelo entre la gente.

–¡Este hombre se ha vuelto loco! ¡Quitarnos nuestros perros y matarlos! ¡Que se atreva!

Y se atrevió, al igual que otros alcaldes de otras ciudades importantes de España.

Aquí, en Las Palmas de Gran Canaria, se encargaron de la “barrida perruna” unos empleados del ayuntamiento. Pronto se hicieron notar, sobre todo en los barrios más populares.
La gente los bautizó enseguida: “Los Perreros”. Disponían de un camión cerrado, con una puerta de tela metálica por detrás, donde iban metiendo a los incautos chuchos. Cuando menos se esperaba, allí estaban estos hombres, vestidos de mono azul, con los lazos en las manos, en busca de los preciados “trofeos”.

Enseguida se corría la voz:
–¡Que están los perreros!

Ante el griterío de los vecinos, los perreros avanzaban impertérritamente por las estrechas calles y torcidos callejones y a todo chucho que estuviera a la vista y a su alcance vagando, “¡a por él!”, se decían. Había jornadas que llenaban el camión.
Los improperios, los insultos y las maldiciones llovían sobre los sufridos empleados del ayuntamiento:
–¡Sinvergüenzas, bandidos, asesinos!
¡Suelten a los pobres animales, que ellos no han cometido ningún delito!

–¡Señores, es nuestra obligación! –respondían los perreros–. Si no cumplimos con nuestro deber, nos echan a la calle y nos quedamos sin comer.

–¡Pues, dedíquense a otra cosa! –les gritaba uno de los enfurecidos.

–Ya nos gustaría, caballero –le respondían con voz resquebrajada.

–¡Oiga! ¿Y ya no hay salvación para mi pobre perrito?
–preguntaba casi llorando una señora.

–Tiene tres días para acudir al “Potrero” y rescatarlo, pagando una multa. A los que no hayan sido retirados, se les pone una inyección y son arrojados a “La Mar Fea”. Eso es lo mandado, señora.

Tuvieron que pasar muchos años para que no hubiera tanto perro tirado por las calles y para que los “perreros” se vieran obligados a cambiar de profesión.
Sin duda alguna, dejaron un recuerdo imborrable en aquella generación de los años cincuenta.


Posiblemente eran los hombres más odiados y maldecidos en la década de los cincuenta del pasado siglo entre la gente humilde de los barrios periféricos de Las Palmas de Gran Canaria, como San José, San Juan, San Nicolás, Los Arenales, Guanarteme, La Isleta, etc.
La presencia de estos empleados del ayuntamiento despertaba los improperios y las iras más encendidas entre los habitantes de estos sectores.
Hay que decir que por aquellos años no había una familia que no tuviera, por los menos, un perrito. Los de “raza”, como los foxterrier, caniches, pequinés, etc., eran muy pocos; casi todos pertenecían a la amplia gama de los “chuchos” o popularmente llamados “mil leches”.
Pues, éstos eran los que llenaban nuestras calles.
Se les podía ver deambulando por cualquier rincón y a cualquier hora. Los atropellos de estos animalitos, las peleas, las mordeduras…, estaban a la orden del día. Era frecuente el espectáculo de una perra en celos y una cohorte de machos detrás, esperando una oportunidad.

Ello presagiaba con toda certeza el espectáculo de una pareja “trabada”. Tal hecho despertaba la curiosidad de casi todo el mundo, a excepción de las puritanas y beatas, que se tapaban los ojos “para no ver” y ponían el grito en el cielo. Hasta los pequeños se quedaban sorprendidos. Los más gamberros la emprendían a golpes con los infelices chuchos y les propinaban sendas patadas, ante la impotencia de los pobres animales de poder huir, puesto que la naturaleza
no les permitía una separación rápida.

Los niños más ingenuos les preguntaban a sus madres:
–Mamá, ¿qué les pasa a esos perros?

La pobre señora tenía que tragar saliva hasta más no poder y se hacía la sorda. Pero ante la insistencia del pequeño se veía obligada a responder:
–Pos... ¡yo qué sé, hijo! Creo que nacieron así, pegaos.

–No, no; eso no es verdá, que el “canelo” es el perro de Carmelita. Yo lo conozco bien.

–¡Ay, hijo, a mí no me preguntes! Me pasa igual que a ti. No lo entiendo.

Y el chiquillo se quedaba embobado, contemplando el espectáculo, intentando encontrarle una explicación.

Su madre tenía que cogerlo por un brazo y tirar de él, diciéndole:
–¡Venga, deja de mirar y vámonos, que se nos hace tarde!
¡Parece que nunca has visto perros!

Y la criatura, arrastrada por su madre, se veía obligada a seguir calle adelante, pero con la mirada puesta atrás, a ver si podía aclarar el enigma.

Las autoridades municipales eran conscientes de la desorbitada población canina y sobre todo de la impronta que iba dejando por todas las calles: aceras, esquinas, farolas, árboles, paredes... ¡Aquello daba asco y vergüenza! Con el propósito de poner remedio a tanto desmadre, el alcalde de la ciudad publicó varias ordenanzas, invitando a los vecinos a tener controles responsables de sus perros, advirtiéndoles que si no hacían caso, sus animales corrían el riesgo de ser aprehendidos y sacrificados.

Los primeros bandos ocasionaron un gran revuelo entre la gente.

–¡Este hombre se ha vuelto loco! ¡Quitarnos nuestros perros y matarlos! ¡Que se atreva!

Y se atrevió, al igual que otros alcaldes de otras ciudades importantes de España.

Aquí, en Las Palmas de Gran Canaria, se encargaron de la “barrida perruna” unos empleados del ayuntamiento. Pronto se hicieron notar, sobre todo en los barrios más populares.
La gente los bautizó enseguida: “Los Perreros”. Disponían de un camión cerrado, con una puerta de tela metálica por detrás, donde iban metiendo a los incautos chuchos. Cuando menos se esperaba, allí estaban estos hombres, vestidos de mono azul, con los lazos en las manos, en busca de los preciados “trofeos”.

Enseguida se corría la voz:
–¡Que están los perreros!

Ante el griterío de los vecinos, los perreros avanzaban impertérritamente por las estrechas calles y torcidos callejones y a todo chucho que estuviera a la vista y a su alcance vagando, “¡a por él!”, se decían. Había jornadas que llenaban el camión.
Los improperios, los insultos y las maldiciones llovían sobre los sufridos empleados del ayuntamiento:
–¡Sinvergüenzas, bandidos, asesinos!
¡Suelten a los pobres animales, que ellos no han cometido ningún delito!

–¡Señores, es nuestra obligación! –respondían los perreros–. Si no cumplimos con nuestro deber, nos echan a la calle y nos quedamos sin comer.

–¡Pues, dedíquense a otra cosa! –les gritaba uno de los enfurecidos.

–Ya nos gustaría, caballero –le respondían con voz resquebrajada.

–¡Oiga! ¿Y ya no hay salvación para mi pobre perrito?
–preguntaba casi llorando una señora.

–Tiene tres días para acudir al “Potrero” y rescatarlo, pagando una multa. A los que no hayan sido retirados, se les pone una inyección y son arrojados a “La Mar Fea”. Eso es lo mandado, señora.

Tuvieron que pasar muchos años para que no hubiera tanto perro tirado por las calles y para que los “perreros” se vieran obligados a cambiar de profesión.
Sin duda alguna, dejaron un recuerdo imborrable en aquella generación de los años cincuenta


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