lunes, 11 de junio de 2012

Crónicas de Arehucas

La ciudad tiene registrados 80 lugares con restos arqueológicos pero brilla con luz propia el yacimiento de La Cerera, un mirlo blanco en su especie logrado con el esfuerzo de una asociación vecinal, una empresa, todas las administraciones y unos particulares con ojo clínico

 Arqueólogos en la Cueva de Los Muertos, en el cauce del barranco de Cardones. i JOSÉ CARLOS GUERRA

Cuando el capitán aragonés Juan Rejón le echó el primer vistazo a Arehucas en 1479 no le sacó una foto porque no tenía ni cámara ni sensibilidad para coleccionar postales. Ante él y sus castellanos se abría un paisaje de película. Al sur de la montaña, y perdiéndose en la altura hacia Teror y Firgas, una laguna permanente de juncos y aneas, en lo que hoy son Las Vegas y su paseo del Colesterol, y en un segundo piso una abigarrada laurisilva que ascendía interminable en lo que la vista alcanza hasta casi tocar cumbre. Entre la laguna, alimentada fijo por un río que se secó hace relativamente poco tras los cultivos intensivos de plataneras, y la falda de la montaña, prácticamente igual que hoy en día, una población de unas mil personas se desenvolvían en un paisaje único en la antigua Gran Canaria.

Rejón, efectivamente, no le sacó foto: lo quemó.
Arrasó por la selva y desmanteló los cultivos de cebada, de trigo basto, de chícharos y arvejas que se cree incluso que los indígenas en algunos puntos mantenían en régimen de regadíos. Personas, cabras, cochinos, que hasta entonces se ubicaban en casas de piedra seca, unas veces asociadas a cuevas, saldrían desalados de un lugar que si bien no ofrecía una vida fácil, nunca fue tan difícil como después de la incursión, aunque les quedó arrestos para protagonizar algún episodio de gloria, como la derrota infligida a los ocupantes en el barranco de Tenoya, según dejó por escrito el primer cronista que tuvo Arucas, Pedro Marcelino Quintana Miranda.
Arehucas perdió el nombre por el de Arucas, y la segunda busca a la primera a través de sus yacimientos. Hasta la fecha en unos 80 puntos, un 42 por ciento de ellos en el propio casco urbano. Principalmente en los núcleos de Capellanía Grande, en la actual plaza de San Juan, en El Tabaibal, El Pedregal y Hoya de la Campana, según el recuento del historiador y arqueólogo Antonio Jiménez.
Pero es uno, el de La Cerera (del antiguo Tabaibal), el que brilla con luz propia, y con algo de luz artificial. Único en su especie, se encuentra dentro de la asociación vecinal Guanche, que tiene a gala el ser el primero en Canarias en ubicarse en las entrañas de un local social. Tiene una historia propia que comienza en 1993 con la construcción del centro. Un vecino, el biólogo Javier Morales, le comenta al entonces estudiante de Historia, Juan Zamora Maldonado, y al mencionado Antonio Jiménez, de la presencia de unos restos arqueológicos, iniciándose así uno de los pocos ejemplos en el que empresas privadas -Unelco, entonces presidida por Antonio Castellano-, y todas y cada una de las administraciones, incluidos particulares como la periodista Montserrat Cabrera, que presta su garaje para el depósito de los hallazgos, en conseguir recuperar toda una casa y su cueva anexa y envitrinarla para la visita.
Nino Quintana Cordero, tesorero, abre la cancela. Dentro, sillas vecinales, un salón para reuniones y meneos..., y le da al interruptor. Tras una potente cristalera una cueva natural a todo color, que junto con la casa que se encuentra bajo un piso de también de cristal atesoraban vasijas troncocónicas decoradas, herramientas, muelas de molino, morteros, semillas de cebada, una pintadera, restos de un ídolo. Unos paneles explican bien la medida de un lugar que ofrece además una secuencia crono-estratigráfica de dos metros y medio de profundidad, una rareza en Gran Canaria que permite seguir sus sucesivos usos desde el siglo IV dC.
Pero si yacimientos como el de La Cerera permiten acercarse a lo doméstico es el de Las Cueveras, en Montaña Blanca, el que ilustra cómo se las ingeniaban los canarios para amortiguar sequías o vigilar lo suyo.
Una serie de cuevas con vistas de cernícalo al barranco de Tenoya formaban las 'reservas de futuro' para el grano. Aún se aprecia en el quicio de las oquedades la masilla de orín y ceniza con la que mantenían herméticamente cerrada estas enormes despensas, más efectivas, se cree, que las posteriores castellanas. Se aprecian los escalones tallados, y los pequeños sótanos para aumentar el tonelaje. La panorámica desde esa atalaya abarca todo el acceso a Arucas desde el sur y sureste. Allí debajo, en el barranco de Tenoya, sitúan algunos autores la Batalla de Arucas, aunque en esto existe disparidad de criterios.
El Rincón Caliente
Desde esas cueveras, quizá, bajaban hasta el barranco de Cardones a pescar anguilas y pastorear las cabras. O a tirarse a bomba en los charcos que forma el cauce del antiguo río, un escenario que estos días es objeto de estudio en 44 oquedades por parte del coordinador de Excavaciones, el arqueólogo Hacomar Babón, la arqueóloga Raquel Vega y los auxiliares Pedro Cabrera y José Juan Ojeda. Ojeda enseña un piso de lapas. Agua arriba, en El Rincón Caliente, se encontró en 2010 un neonato. En otra, Cueva del Horno, hay indicios de un alfar. Hay que hurgar en la Cueva de Los Muertos, en la del Entullo, en muchas más, antes de que una carretera más los sepulte para siempre.

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