La mayoría de los canarios, como ocurría con el conjunto de la población cubana del siglo XVIII, se estableció en la provincia de La Habana. Existían otros núcleos de menor entidad en Sancti Spiritus, Remedios, Matanzas, Puerto Príncipe y toda la región central del país. Un estudio del profesor cubano Jesús Guanche es bien expresivo de la presencia canaria en algunas regiones del país. Aunque utiliza una fuente discutible como es la de los bautismos, nos puede aproximar a ver el porcentaje de la población canaria en varias parroquias. En área urbana como la Catedral de La Habana, los canarios eran entre 1701-1750 el 31,71 por 100 de la población española, para descender entre 1801-1850 al 20,38. En una parroquia habanera marginal, el Santo Cristo del Buen Viaje el porcentaje es respectivamente un 35,05 y un 35,67 %. Es significativo que en la primera mitad del XVIII esas cifras eran notablemente mayores, lo que es indicativo de la escasa colonización peninsular en la Cuba anterior al libre comercio. Los canarios eran un 39,32 y un 52,09% de los españoles respectivamente en esas fechas. En las áreas rurales habaneras es donde la presencia canaria es abrumadoramente mayoritaria. En Jesús del Monte, entre 1701-1750 los isleños son un 87,60. Entre 1751-1800 un 82,47 y entre 1801-1850 un 79,78. En la parroquia de Nuestra Señora de la Paz, entre 1801-1850 son unos 76,86% de los españoles.



El profesor Manuel Hernández González, compañero del Area de Historia de América de la Universidad de La Laguna y, desde luego, amigo, me pide un prólogo para su nuevo libro sobre las relaciones entre Canarias y el Nuevo Mundo. Se trata de una compilación de estudios que, en algunos casos, fueron publicados previamente en revistas especializadas, varias de ellas de difícil acceso para el público en general, mientras que otros trabajos ven la luz por vez primera. El objetivo de la obra, me explica, es introducir al lector en el panorama del comercio canario-americano durante el Siglo de las Luces, un tema sobre el que, aunque contamos con obras clásicas desde la década de los cincuenta, es ignorado, paradójicamente, en no pocos de los manuales dedicados a la historia de los vínculos entre ambas orillas del Atlántico. En este primer estudio se define el marco general en el que se llevó a cabo la actividad comercial, así como sus características y peculiaridades espaciales y temporales. Acto seguido, el autor aborda la evolución de las corrientes migratorias canarias en el Setecientos y, finalmente, la segunda parte de la obra está dedicada a analizar diversos asuntos que constituyen algunos de los ejes fundamentales de la labor realizada, desde hace años, por el autor, labor que se ha visto coronada con indudables aciertos y con los óptimos frutos de una incuestionable vocación y laboriosidad. Así, pues, el autor nos acerca, con rigor y amenidad, a diversos aspectos que define como la trama mercantil y migratoria canaria, aspectos que resultan esenciales para situarla en un marco general y, de ese modo, ofrecer al lector una visión de conjunto del problema. El primero de los estudios nos aproxima a un problema social e institucional en relación con la actividad comercial: el motín contra el Intendente Cevallos, que tuvo notables implicaciones en la continuidad de un tráfico fundamental en aquellos momentos para el Archipiélago, como era el del tabaco cubano, reexportado hacia el mercado europeo en buena medida desde Santa Cruz de Tenerife. El establecimiento de una nueva institución (la Intendencia), con el objeto de acabar con el contrabando y asumir su total control por parte de la Corona, derivaría en graves tensiones sociales que desembocaron en el asesinato del primer Intendente de Canarias por el populacho santacrucero, y la asunción de su represión por parte de la élite local , separándose del motín y subrayando de este modo su lealtad al Rey.

El segundo aspecto analizado aborda un tema prácticamente ignorado por la historiografía canaria salvo contadas excepciones: el del comercio canario-norteamericano. Con la crisis del malvasía desde 1730, la búsqueda de mercados alternativos reorientó la producción hacia el vidueño y condujo los caldos hacia un mercado expansivo, el de las Trece Colonias, paradójicamente restringido por las Actas de navegación británicas que lo constreñían al de vinos procedentes de Madeira. Inicialmente, los mercados canarios pasaron a vender sus vidueños como falso Madeira, pero el auge del tráfico y su continuidad estaba ligado a la penetración en el mercado hispanoamericano, dada la escasa recepción de los productos norteamericanos en Canarias, de ahí que se viese la necesidad, desde un primer momento, de colocar las harinas norteñas en Cuba. Así, pues, Norteamérica se convirtió, antes y después de la Independencia, sobre todo a partir de 1730, en el destino prioritario de los vinos canarios, ante la pérdida local del mercado inglés y la decadencia de las ventas de malvasía. En este sentido, el autor estudia las estrategias emprendidas por los vinateros isleños para su introducción en el nuevo mercado, así como su desarrollo a lo largo de la centuria. Se estudian, finalmente, dos problemas sugestivos en relación con el tráfico indiano. En primer lugar el relacionado con las exportaciones canarias de parra o tierra (aguardiente de vino), y su concurrencia con el aguardiente de caña de procedencia caribeña, lo que dará lugar a una especie de debate cientifista sobre la conveniencia de la primera, dado su presunto carácter medicinal, frente a la segunda. Se trata de una polémica que, como demuestra el autor, encubre intereses estrictamente mercantiles. Además, la existencia de un mercado de aguardientes y vinos peninsulares que son vendidos en Indias como canarios, y que sirven también para "colorear" los caldos exportados a los Estados Unidos es otro de los aspectos analizados. Ello supuso un agudo conflicto entre la oligarquía agraria y la burguesía comercial, que adquirió cada vez más protagonismo socio-político y económico en el tráfico indiano, a medida que avanzaba la centuria. El ahorro que representaba para los traficantes el aguardiente de Mallorca, para ser vendido como canario o para encabezar el falso Madeira, y la introducción de vinos tintos catalanes o valencianos originó constantes fricciones entre la élite agraria y los comerciantes, que se verán incrementadas por el hecho de que la Comandancia General (como máxima instancia ejecutiva del Archipiélago), pareció tomar parte por los segundos, en detrimento de los primeros.

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